Fue
a finales de septiembre que conocí a Anabel, la sobrina de mamá, ella se
hospedaría en casa durante la cosecha de flores que se recogía en los primeros
días de la primavera. Cuando vi a Anabel
recordé episodios de mi infancia que compartí con su familia, yo era al menos
unos diez años mayor que ella. Durante algunos días de trabajo su hermosura
atrapo toda mi atención, como olvidar sus grandes ojos negros y su cabello
ondulado que bajaba suavemente por su espalda como enredaderas, me enloquecía
su figura acompañada de su dulce mirada.
Empecé
a sospechar que Anabel se fijaba en mí como yo en ella, así que decidí
acercarme con algunas muestras de cariño, claro sin llegar a lo grosero y
siempre guardando la conveniente distancia para no levantar sospecha. El
jugueteo no duro mucho. Anabel en la picardía de sus años estaba dispuesta a compartir
sus encantos con un hombre mayor y sus insinuaciones hacían que mi lujuria creciera. Cumplido los dos meses de su llegada, después del
habitual sermón de domingo, nos apartamos de la familia y nos dirigimos a la
orilla del rio
En
ese lugar iniciaron las caricias tan esperadas, el roce del cuerpo contra la tierra y las palabras entre cortadas que íbamos exclamando con el calor de
nuestros besos, todo empezó a subir de intensidad hasta acercarse a la
sensación certera del placer. Mientras mis manos quitando sus últimas
prendas, me detuve seducido a observar el rostro que me habían hechizado como
tormentas huracanadas. Pero de momento este acto no tuvo la sensación esperada
y tuve que haber saltado o algo parecido, porque Anabel se echó a reír. Un
tremendo escalofrió recorrió mi cuerpo al ver en Anabel a mi madre, esto me lleno de horror, y salí corriendo de aquel
lugar con el miembro desfallecido entre mis manos.
Trate
de dar explicación a lo sucedido, pues durante
los días que compartimos su físico sólo me inspirada pasión, jamás este deseo se
convirtió en culpa por el parentesco familiar. Luego de reflexionar tome la
decisión de alejarme de Anabel
reprimiendo con dureza la erótica intuición que me seguía causando esta mujer,
inicie devotamente la oración de los nueve días a San Sebastián patrón de los
mártires y colgué con el mismo fervor la cruz en el cuello, todo con la esperanza ser perdonado por mis malos actos
Esto desafortunadamente, no duro mucho, Anabel se había obsesionado en hablar
con migo y buscaba la manera de llamar mi atención. La siembra ha tenido
mejores resultados, no es así, Raúl. Si, lo creo. Me aseguraba, sin embargo,
que mis palabras no dejaran espacio para la conversación o me alejaba sin
respuesta alguna.
Fue hasta la celebración anual a San
francisco, en que Anabel y yo fuimos
seducidos por el embriagante vino que lleno nuestras cabezas con deseos lujuriosos
de pasión, en la madrugada nos alejamos hacia la cosecha de flores, la hermosura
del su cuerpo hizo pedazos los deseos reprimidos y el éxtasis volvió a florecer
como la primavera. Los fervientes bramidos de Anabel resonaban en el silencio
del amanecer, el sudor de nuestros cuerpos humedecían los pétalos de girasoles
que se extendían a nuestros lado y, entre el ir y venir de caricias, cruce sin
reparo su mirada con la mía ¡y de momento volvió la duda y el remordimiento! Anabel
empezó a sospechar de mi comportamiento, nuestra aceleración cardíaca fue
disminuyendo, de pronto vi como la cruz que colgaba en mi pecho se posada en su
frente y esto desató en mi un ataque de ira. Arranque con furia el escapulario
y empecé a golpear la cara de Anabel con el impulso inasible de satisfacción, su
sangre fue salpicando la cosecha y en ellos se ahogaron los gritos de Anabel.
Mi erección había finalizado, con temor repare lo sucedido, eran ya más de las
tres y las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. De repente el canto de las alondras cubrió el cielo azulado y en ese momento justo en el amanecer, salí corriendo entre
los matorrales como un condenado.
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