lunes, 1 de febrero de 2016

La Gorgona

Zarpe en el puerto de  Buenaventura en compañía de dos hombres, fue uno de esos días de verano Costero: el cielo estaba plenamente azulado perdiéndose a lo lejos con el  reflejo del mar,tuve que remar durante doce horas bajo un sol nauseabundo hasta llegar a la Isla. Bajé con los soldados que acompañaron el recorrido y tiré la canoa fabricada, hacia el pacífico.

Amarraron brazos y piernas con cadenas, llevándome por una espesa selva cuyas palmeras guardaban con misterio el lamento de los muertos; en este lugar se extendían miles de cruces  entre maleza y piedras rocosas, fue el cementerio de la prisión.

Al finalizar el recorrido, el bulto de la Virgen de las mercedes daba la bienvenida a los presos y desterrados. Había matado a mi padre por tomar su herencia, mi condena: diez años de duros trabajos en la cárcel la Gorgona.

El primer día me despojaron de mis ropas y rasuraron la cabeza,me dieron un overol azul oscuro, un par de abarcas y un cepillo de dientes. Al caer la noche fui encerrado en el baño a cielo abierto, por encima de los muros los guardias caminaban sigilosamente día y noche acompañados de los bullosos monos que invadían la celda.

En la mañana asignaron al soldado Ruiz, para mostrarme las dimensiones del lugar. La Isla retenía a 1.500 presos, tenía cuatro patios, dos baños y una cocina.
En los dos primeros patios, se realizaban los trabajos y se formaba tres o cuatro veces al día para llamar listado; el tercero funcionaba como lavadero y el cuarto se le llamaba el Botellón, allí se realizaban los castigos a los presos: contenía un embudo de cemento en el centro del patio de dos metros de profundidad donde se arrojaba a un hombre sin ropa por doce o veinte días, en realidad el castigo infundía terror entre los presos.
La cocina fue el lugar donde se produjo mayor asesinatos, por precaución los reclusos recibían la comida de espaldas para evitar envenenamientos.

Tuve como compañero a tres hombres: el panameño de veinte años, un indio cordobés y un oficial de la marina. Jaime entró días después de mi llegada, le había visto entrar joven, despreocupado y con cierto aire de autoridad común en los militares. Se rumoreaba haber matado a su esposa, por infidelidad, estaba condenado a cinco años de trabajos forzados y a morir como soldado raso.

Envejeció con la misma rapidez que todos nosotros, sus cabellos emblanquecieron y perdió la vitalidad de su cuerpo. Rezaba cuatro o cinco veces en el día, y en las horas de trabajo no dejaba de susurrar alabanzas al cielo.

En la prisión poco se hablaba de los delitos cometidos, fuimos hombres sombríos y pensativos, cada cual tenía su propio modo de castigo. Jaime, tomaba ramas de ortiga y la caer la noche; flagelaba su cuerpo con una profunda agitación hasta irrigar de sangre su glande y los gritos de alabanzas se iban perdiendo entre los sombríos sonidos de la selva. Este tipo de actos estaban permitidos, si eran realizados en nombre de la fe.

Por mi parte, duraba semanas sin arrojar palabras, deambulando por los pabellones; vacío sin pensamientos. Pero mis recuerdos deliberaban en las noches taciturnas por algún lugar de mi cabeza, apartado de todo lo corporal y  mi angustia me llevaba lentamente hacia un espacio desconocido de mí mismo. 

En las madrugadas de los  primero días de octubre, la manifestación de la naturaleza, llenaba de atracción a todos los hombres que habitábamos la Isla. Al arribar la inmigración de las ballenas jorobadas, los presos corríamos hacia los muros de la prisión, silenciábamos las cadenas y nos dejábamos seducir por el canto oceánico durante quince o veinte minutos.

Los penados estaban clasificados por categorías según la gravedad de su delito, el parricidio fue uno de los crímenes menores en este lugar. En la sección especial se hallaban los criminales más temerarios, condenados a perpetuidad, en ella se encontraba el Papiyon: fue el único hombre que escapó de la Isla y sobrevivió a las turbulentas aguas del lado Este del pacífico. Nunca vi su rostro, pero se decía que después de su arresto. Enmudeció.

Al salir de la Isla, en 1979, habité en el Naranjo, municipio de Guapí; allí trabajé como cargador de barcos junto a varios hombres que salían de  prisión, cinco años después, clausuraron la cárcel. Cierto día en la madrugada al llegar al puerto cientos de hombres armados desataron el terror sobre los ciudadanos, reclutando a mujeres y niños.

Desde lo alto de las palmeras me sobrecogió el odio y el pánico a la muerte, estuve allí hasta caer la noche en medio del silencio profundo,llamando a todos mis recuerdos a exigirles que volcaran en el presente todo el futuro que habían soñado y embriagado por la nostalgia de la fantasía, calcé las abarcas, amarré varios troncos y me entregue cautivo a la espesa selva de la Gorgona.