Zarpe en el puerto de Buenaventura en compañía de dos hombres, fue
uno de esos días de verano Costero: el cielo estaba plenamente azulado
perdiéndose a lo lejos con el reflejo
del mar,tuve que remar durante doce horas bajo un sol nauseabundo hasta
llegar a la Isla. Bajé con los soldados que acompañaron el recorrido y tiré la
canoa fabricada, hacia el pacífico.
Amarraron brazos y piernas con cadenas,
llevándome por una espesa selva cuyas palmeras guardaban con misterio el
lamento de los muertos; en este lugar se extendían miles de cruces entre maleza y piedras rocosas, fue el
cementerio de la prisión.
Al finalizar el recorrido, el bulto de la Virgen
de las mercedes daba la bienvenida a los presos y desterrados. Había matado a
mi padre por tomar su herencia, mi condena: diez años de duros trabajos en la
cárcel la Gorgona.
El primer día me despojaron de mis ropas y
rasuraron la cabeza,me dieron un overol azul oscuro, un par de abarcas y un
cepillo de dientes. Al caer la noche fui encerrado en el baño a cielo abierto, por encima de los muros los guardias caminaban sigilosamente día y noche acompañados de los bullosos monos que invadían la celda.
En la mañana asignaron al soldado Ruiz, para
mostrarme las dimensiones del lugar. La Isla retenía a 1.500 presos, tenía
cuatro patios, dos baños y una cocina.
En los dos primeros patios, se realizaban los
trabajos y se formaba tres o cuatro veces al día para llamar listado; el
tercero funcionaba como lavadero y el cuarto se le llamaba el Botellón, allí se realizaban los
castigos a los presos: contenía un embudo de cemento en el centro del patio de
dos metros de profundidad donde se arrojaba a un hombre sin ropa por doce o
veinte días, en realidad el castigo infundía terror entre los presos.
La cocina fue el lugar donde se produjo mayor asesinatos, por precaución los reclusos recibían la comida de espaldas para evitar envenenamientos.
La cocina fue el lugar donde se produjo mayor asesinatos, por precaución los reclusos recibían la comida de espaldas para evitar envenenamientos.
Tuve como compañero a tres hombres: el
panameño de veinte años, un indio cordobés y un oficial de la marina. Jaime
entró días después de mi llegada, le había visto entrar joven, despreocupado y
con cierto aire de autoridad común en los militares. Se rumoreaba haber matado a
su esposa, por infidelidad, estaba condenado a cinco años de trabajos forzados
y a morir como soldado raso.
Envejeció con la misma rapidez que todos
nosotros, sus cabellos emblanquecieron y perdió la vitalidad de su cuerpo. Rezaba
cuatro o cinco veces en el día, y en las horas de trabajo no dejaba de susurrar
alabanzas al cielo.
En la prisión poco se hablaba de los delitos cometidos, fuimos hombres sombríos y pensativos, cada cual tenía su
propio modo de castigo. Jaime, tomaba ramas de ortiga y la caer la noche;
flagelaba su cuerpo con una profunda agitación hasta irrigar de sangre su glande y los gritos de alabanzas se iban perdiendo entre los sombríos sonidos de la selva. Este tipo de
actos estaban permitidos, si eran realizados en nombre de la fe.
Por mi parte, duraba semanas sin arrojar
palabras, deambulando por los pabellones; vacío sin pensamientos. Pero mis
recuerdos deliberaban en las noches taciturnas por algún lugar de mi cabeza,
apartado de todo lo corporal y mi
angustia me llevaba lentamente hacia un espacio desconocido de mí mismo.
En las madrugadas de los primero días de octubre, la manifestación de
la naturaleza, llenaba de atracción a todos los hombres que habitábamos la
Isla. Al arribar la inmigración de las ballenas jorobadas, los presos corríamos
hacia los muros de la prisión, silenciábamos las cadenas y nos dejábamos seducir
por el canto oceánico durante quince o veinte minutos.
Los penados estaban clasificados por
categorías según la gravedad de su delito, el parricidio fue uno de los
crímenes menores en este lugar. En la sección especial se hallaban los
criminales más temerarios, condenados a perpetuidad, en ella se encontraba el
Papiyon: fue el único hombre que escapó de la Isla y sobrevivió a las
turbulentas aguas del lado Este del pacífico. Nunca vi su rostro, pero se decía
que después de su arresto. Enmudeció.
Desde lo alto de las palmeras me sobrecogió el odio y el pánico a la muerte, estuve allí hasta caer la noche en medio del silencio profundo,llamando a todos mis recuerdos a exigirles que volcaran en el presente todo el futuro que habían soñado y embriagado por la nostalgia de la fantasía, calcé las abarcas, amarré varios troncos y me entregue cautivo a la espesa selva de la Gorgona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario